Estupor. Sorpresa. Asombro. Incomodidad. Iluminación. No me alcanzan las palabras para expresar el efecto que causó en mí Noches de adrenalina cuando se publicó en 1981. Nunca había leído una poesía que me interpelaba como lo hacía la voz de esa mujer que transitaba entre Lima y París, que hacía hablar a su cuerpo; esa mujer que declaraba tener 30 años y se aproximaba "al ataque cardíaco o al vaciado uterino"; que desafiaba a Descartes y al psicoanálisis y a Sartre: "¿Por qué el psicoanálisis olvida el problema de ser o no ser / gorda / pequeña / imberbe / velluda / transparente / raquítica / ojerosa...".
Una cachetada en plena cara, un balde de agua fría. ¡Despierta! ¡Mírate!
No era la poesía del cuerpo femenino dispuesto al placer, a buscarlo o a darlo como lo entendieron los críticos que la calificaron como "erótica", "impúdica", en consonancia con los nuevos vientos de la "liberación femenina". No. El tiempo ha demostrado que las transgresiones de Noches de adrenalina corrieron una vez y para siempre el tupido velo del pudor, de la vergüenza, del silencio, de los estereotipos masculinos. La prueba es que aún hoy, miles de lectores y lectoras seguimos leyendo el libro de Carmen Ollé y las palabras no nos alcanzan para expresar cuánto nos revela.