¿Qué tengo yo para decir de la poesía de Eloísa Oliva? Que ella suena extraña, con una extrañeza fina y llena de momentos oscuros, que se cuenta a sí misma como el goteo de, pongamos, una canilla que va diciendo su arquitectura musical. Dentro de ella, se mueve una pieza suelta en esa suerte de objeto, que va armando, suerte de artefacto de donde sale una voz como al natural, neutra, pero casi, sucinta, que se transforma de tanto insistir en esa precisión. (Es que la transformación es un proceso divino). Así, de una zona más o menos intransparente, nos encontramos con la química de momentos y relatos: nos encontramos en la escena de un avión con una niña, el rastro biográfico de un abuelo, el parpadeo de un tubo fluorescente o la oración a una bala. Y todo eso genera la resistencia que libera una interrogación, algo incómoda, irregular, por cierto, porque queda expuesta la materia con su hermoso mecanismo y la parte que es pérdida de las materias, que no necesariamente se destruye, o que se destruye a manera de desaparición. Palabras que se hunden en fondos fantasmas, donde nos detenemos y nos hundimos, en sus categorías de fantasmas, o bien imágenes, conceptos, piezas difíciles de colocar en espacio alguno.
José Villa