Liliana García Carril hace de la poesía el lugar de la verdad. ¿Hay que ser una heroína rusa para eso? Una mujer investiga, atraviesa la historia familiar, se atreve a lo trágico, merodea la fe y su ausencia, admite la pervivencia de muertos y endemoniados, recuerda la literatura que ha leído. Nadie sale indemne de ese proceso. Sin autocomplacencia, los poemas avanzan como golpes y dan en el lugar que duele para desanudar la historia de una caída. La voz poéitca encuentra lo olvidado que retorna (la retórica de la fe, el padre, y la revolución) y en ese vacío se abre la dimensión del deseo, del otro lado de las ventanas en la infancia. La intensidad de las vivencias, la mirada interrogativa, la vida material de los sentidos no reglados, señalan el hueco de los discursos de autoridad del siglo XX, entre imperativos e hipócritas, y lo horadan como poesía.
Esta es la hebra de la que los poemas tiran, reuniendo pistas, como recuerdos, papeles extraviados, documentos fragmentarios, para develar el mito en el origen del amor, marcar el punto exacto del quiebre, y diseccionar con su lupa fina el entramado entre la historia personal y la historia de una época. La conclusión es una certeza: "se puede ampliar cualquier palabra / hasta desvirtuarla". En contra de eso, la poeta elige la brevedad que disloca, el final del poema como punto de regreso a la pregunta por el sentido, el esbozo de un sustrato lingüístico y existencial común y a la vez escamoteado. El trabajo de la poesía es acuciante: versos breves, adjetivos cuidados, imágenes que se revierten al final y obligan a repensar todo (la militancia, la fe, el amor, la tragedia, la escritura, el materialismo dialéctico y el psicoanálisis freudiano) para marcar los bordes precisos entre palabras y experiencia. Así se escribe El mérito como libro de la vida.
Anahí Mallol