A un delito difuso, una pena difusa. Alguien comete un crimen que en apariencia no es grave, acaso es vergonzante porque jamás se aclara ni menciona. Al criminal se le retiene el registro y no va a la cárcel, pero se le asigna un trabajo social: brindar lecturas a domicilio. Así, el autor del crimen será lector. Como si se concluyera: quien no puede decirnos en qué consiste su culpa, debe leer historias ajenas. Las visitas son breves y enredadas perfomances que este lector lleva adelante con la torpeza de un clown torturado por su ineficacia. Como personaje recuerda aquellos seres de Kafka que dan por sentada una culpa; sólo para entender, en un segundo aunque definitivo estadio, que esa culpa es más recóndita y tan abstrusamente práctica que resulta imposible de redimir. Acaso por ello este sujeto lea mal. ¿La lectura oral es un género escénico? ¿Una disposición mediúmnica? Mientras tanto, el mundo material, con toda su carga de riqueza y marginalidad, egoísmo y empatía, crueldad y estulticia, va tejiendo otra historia que no sólo es leída, sino también actuada por el lector.
Sergio Chejfec