El personaje de Cicuta para los oídos hace su aventura en un lugar semipoblado de la provincia de Buenos Aires. Allí bordará sobre fotografías históricas –generalmente retratos de “perdedores”– y aprenderá los olvidados oficios terrestres. Su bordado es una misa y una restitución, pero sobre todo un ritmo cuyo fin es observar por dónde entra y sale la aguja, hasta llegar a olvidarlo como la flecha que se clava en su centro cuando el arquero deja su obsesión por lograrlo. Inacayal, Catriel, Foyel, vencidos y humillados por la Campaña del Desierto, vuelven en sus retratos bordados con los colores de su soberanía. Si Vilma Palma e Vampiros, que los vecinos escuchan con los parlantes muy altos, representan al pueblo y su algarabía, el vecino misofónico no es el pequeño burgués que quiere recogerse en soledad. La misofonía es la última capa de resistencia a un silencio tan poco material como el del corazón en su metáfora. Cicuta para los oídos es, amén de un relato sutil de aprendizaje del Otro, un tratado sobre el silencio y un manual pacifista sobre la convivencia donde hasta los depredadores menores –comadrejas, ratas, hormigas, zorros– son iguales como estrategas ante este joven estudioso que escribe, borda y dibuja lejos de la crudeza sonora de la ciudad.
María Moreno
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